En el diccionario, el verbo «comer» se describe como: el acto de alimentarse, absorber, tragar, devorar, tragar, consumir, experimentar, ingerir, saborear, saborear. Pero esta sola descripción nos impulsa a ir más allá.
Cuando pensamos en la comida, es muy común asociar el acto de comer únicamente con la ingesta de calorías, carbohidratos, proteínas, grasas y vitaminas. Pero lo que la neurociencia ha demostrado, y lo que la práctica de la neuronutrición confirma a diario, es que comer es una experiencia holística. Los verbos «nutrir», «experimentar» y «saborear» muestran que, mucho más allá de ingerir, comer tiene que ver con la emoción, la cognición, la memoria e incluso la identidad. Después de todo, el cerebro es uno de los principales órganos digestivos. Decide qué comemos, cuándo comemos, cuánto y por qué.
El cerebro come primero
Antes de que la comida llegue a nuestra boca, el cerebro ya ha comenzado a comer. Esto se debe a que ver, oler o recordar un plato activa áreas relacionadas con el placer, la recompensa y la motivación, especialmente el sistema dopaminérgico. No es casualidad que alimentemos buenos sentimientos, experimentemos emociones, tengamos momentos inolvidables y saboreemos las cosas buenas de la vida.
Gracias a esta conexión emocional, recordamos con tanta claridad la comida que más nos gustaba de la infancia. Probablemente tenía un sabor que ninguna receta actual puede reproducir. Pero eso se debe a que viene aderezada con recuerdos.
De igual manera, algunas emociones como el estrés, la ansiedad o la tristeza alteran la comunicación entre el cerebro y el intestino, interfiriendo con hormonas como el cortisol, la grelina y la leptina. Por cierto, la grelina y la leptina regulan el hambre y la saciedad, respectivamente. En otras palabras, comer también es un diálogo químico entre las emociones y las neuronas.
Cuando le toca a la mente digerir
Cuando el cerebro está en un estado de agitación, el cuerpo no digiere bien los alimentos. Las prisas, las pantallas y los celulares junto al plato, por ejemplo, pueden cambiar el comportamiento del sistema nervioso autónomo durante una comida. ¿El resultado? Una digestión más lenta, una absorción menos eficiente y un vacío que no siempre es físico.
Por otro lado, comer conscientemente, en un ambiente tranquilo, activando los sentidos (textura, aroma y temperatura), ayuda a crear un ciclo positivo. El cerebro identifica la saciedad real y reduce la necesidad de excesos. Este es uno de los pilares de la neuronutrición: enseñar al cerebro a percibir la saciedad y el placer de forma consciente.
Comer es conectar con el presente.
Lo que elegimos poner en nuestro plato habla de nosotros. Revela nuestros hábitos, nuestra cultura y nuestras emociones. Por lo tanto, la comida es una forma de autoconocimiento, no de culpa.
Por ejemplo, al observar cómo reaccionamos a ciertos alimentos, ¿qué sabores buscamos en momentos de cansancio o tristeza? En ese momento empezamos a comprender lo que el cuerpo intenta comunicar.
La neuronutrición nos invita a ver la comida no como un enemigo ni como una fórmula matemática, sino como un lenguaje entre el cuerpo y la mente para nutrir pensamientos, emociones y actitudes, así como las células.
Cuando la comida se convierte en una conexión con el cuerpo, la historia y el momento presente, cumple su verdadera función: nutrir la vida. Y nutrir la vida es mucho más que medir nutrientes. Se trata de aceptar quiénes somos mientras masticamos lo que elegimos ser.









